Por Sergio Sinay
Es posible
que nada sea más fugaz y perecedero que el presente. Cualquier presente, ya sea feliz o doloroso,
responde a esa característica. Es inatrapable. A cada segundo se convierte en pasado. A veces
reciente, a veces remoto, pero pasado. Y, además, es incierto. En su más reciente novela, titulada
“Máquinas como yo”, el escritor inglés Ian McEwan (que merecería el premio Nobel de literatura si
este no fuera inevitablemente manipulado y desvirtuado al compás de tramoyas políticas), lo dice con
lucidez. Charlie, el protagonista de su relato, reflexiona en un momento de esta manera: “El
presente es el más frágil de los constructos improbables. Cualquier parte de él, todo él, podría ser
diferente. Esto resulta cierto respecto del asunto más pequeño y del asunto más grande”. A
continuación, enumera una serie de hechos que ocurrieron de una manera a lo largo de la historia
humana, pero que bien podrían haber sucedido de un modo distinto, o incluso no haber acontecido. Por
ejemplo, que William Shakespeare (1564-1616), el más grande dramaturgo trágico de todos los tiempos,
hubiese muerto a los cinco años, cosa común en su época, y, porf lo tanto, obras maestras e
imperecederas como “MacBeth”, “Hamlet”, “Romeo y Julieta”, “Otelo”, “Rey Lear” o “Ricardo III”, no
haberse escrito jamás. Nadie lo habría echado de menos, piensa Charlie, pero sin duda el mundo sería
hoy más gris. Estados Unidos podría no haber perfeccionado la bomba atómica y no habría habido
cientos de miles de muertos en Hiroshima y Nagasaki solo con el fin de probarla, imagina el
protagonista.
EL AZAR DE LA EXISTENCIA
La reflexión que propone McEwan termina
imaginando que sesenta y seis millones de años atrás la tierra hubiese girado, esquivando el
meteorito que se estrelló contra el planeta. Si eso hubiera ocurrido, no se hubiese producido
“el polvo de yeso fino del Yucatán que nubló el sol”. Y los dinosaurios habrían seguido viviendo
y negándole espacio vital a los mamíferos, “simios inteligentes incluidos”.
Ese párrafo estremecedor nos despierta de la perezosa naturalidad conque damos por sentada no
solo nuestra existencia personal, sino la de la especie. Sin embargo, nada ni nadie nos extendió
jamás una garantía sobre esa existencia, y así como es posible pensar que los humanos podríamos
no haber aparecido nunca, lo mismo es aplicable a la vida de cada uno de nosotros como
individuos. Cerramos los ojos en nuestras camas cada noche con escasa conciencia de que estamos
protagonizando un milagro. El de haber existido durante un día más. Un día que puede haber
incluido momentos felices o dolorosos (o felices y dolorosos), logros y decepciones, alegrías y
angustias, amores y rencores, placeres y enojos. Días memorables o fácilmente olvidables. Días
oscuros o luminosos. Apenas minúsculos e imperceptibles granitos en las infinitas arenas del
tiempo, cada uno de nosotros podría no haber existido nunca o podría dejar de existir, por
múltiples, desconocidas e incontrolables razones, en cualquier hora, minuto o segundo de cada
día.
Que estemos aquí, sea del modo que fuere, en el final de un año y el comienzo de otro, es, si se
mira bien, un privilegio. Acaso no fue el mejor año, no resultó el esperado, o quizás fue el
mejor de nuestra vida. Calificarlo es una cuestión personal e intransferible. Cada existencia es
única, cada peripecia es propia y singular. Si hay algo que todas tienen en común es que nos
encuentran vivos y presentes. Si sobrevivir a cada uno de los 365 días de cada año significa ser
parte de una cadena de milagros, cada una de esas jornadas encierra a su vez pequeños, breves,
sutiles y silenciosos milagros que merecen más atención y más agradecimiento de los que
usualmente les prodigamos. Ralph Waldo Emerson (1803-1882), filósofo y poeta estadounidense que
en los principios del siglo diecinueve impulsó la filosofía vitalista (para la cual todas las
cosas y seres del mundo poseen un alma propia cuyo aliento es la base de la existencia)
consideraba que tanto es un milagro soplar las hojas de un trébol como ver caer y escuchar las
gotas de la lluvia. Ponía luz así sobre los milagros imperceptibles que nos rodean.
En esa línea, el ex monje, psicoterapeuta y escritor contemporáneo Thomas Moore, propone que cada
persona pueda crear su religión personal sin renegar de ninguna creencia, y erigir en su mente y
en su corazón el templo de la misma. En su libro titulado precisamente “En busca de una religión
personal”, Moore escribe: “Imagina el impacto que tendría en tu religión si cambiaras tu sentido
de lo milagroso de una asombrosa hazaña realizada por un maestro o mago a una profunda
apreciación del milagro de la lluvia. Serías una persona diferente que vive un tipo de vida
diferente”.
CON SOLO ABRIR LOS OJOS
Todo milagro convive con el
misterio. Los problemas se resuelven. Los secretos se revelan. Los milagros no tienen resolución
ni descubrimientos. Con ellos se convive, ante ellos, en todo caso, caben el asombro y el
respeto. Para percibirlos es necesaria una atención abierta y flotante, que no se aferre a
respuestas prefabricadas, que pueda desligarse por un momento de las certezas y se rinda a lo
maravilloso. Cuando ejercemos ese tipo de atención podemos descubrir lo maravilloso en una
mirada, en una caricia, en un mimo a nuestra mascota o de ella hacia nosotros, en los sonidos de
la naturaleza, en un “buen día” dicho o recibido como intención y no como formalidad, en el
aroma de una planta, en la salida o la puesta del sol, en el zumbido de una abeja mientras
trabaja, en los movimientos de un bebé que comienza a caminar, en la voz de un amigo o amiga, en
la lenta cocción de algo que cocinamos por mano propia, en un párrafo del libro que tenemos
entre manos, en la conversación conque acompañamos el mate, en la sonrisa de esa persona
desconocida conque nos cruzamos y a la que acaso no volvamos a ver. Esta enumeración podría
prolongarse durante páginas y páginas sin agotarse. Y podría ser continuada por cada persona que
la lea según sus propias percepciones y descubrimientos de los milagros con los que convive. Sin
olvidar que cada uno de ellos es posible debido al milagro mayor: el de estar una vez más vivo
en este día.
El registro de los pequeños milagros cotidianos requiere un tiempo, una disposición y una actitud
que no parecen propios de esta época. ¿Cómo escuchar los milagrosos sonidos del mundo con los
oídos obturados por auriculares que actúan como muros aislantes? ¿Con qué ojos admirar las
pequeñas maravillas del entorno cuando los propios están secuestrados por pantallas de celulares
y computadoras que no los liberan? ¿Dónde obtener el tiempo para un encuentro, una conversación,
una caricia cuando urge la prisa por llegar pronto a ningún lugar? Imposible saber cuántos
milagros que estaban allí, a un paso, pasaron inadvertidos en los últimos días, semanas, meses y
años de nuestras vidas, porque ni los oídos, ni los ojos, ni la mente ni el corazón estaban
dispuestos para el descubrimiento. Pero gracias al milagro de estar aquí una vez más, cuando
otro día comienza, es posible maravillarse ante los que acontecerán en cuanto despertemos la
atención y abramos los ojos, los oídos y el corazón.