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Opinión

Los dos papas y un Dios que baila

Por Alejandro Fabri

​Me tomo la libertad de advertir que el siguiente escrito contiene un cierto peligro de espoileo de la película “Los dos papas”. Por lo tanto, recomiendo que aquellos que aún no la han visto y tienen interés de hacerlo, se abstengan de leer este artículo. 

El título “Los dos papas” nos puede atraer por exhibir de manera verosímil el back stage de la llegada de Bergoglio al lugar de cabeza de una religión con 1.200 millones de fieles, 2.000 años de historia e instauradora de una cultura que atraviesa al mundo occidental. Digamos, cómo Bergoglio mutó en el papa Francisco. La cantidad de juicios y prejuicios que el catolicismo nos pueda provocar los portamos al momento de sentarnos a ver esta película ante el neoaltar de Netflix. Y podemos mediante un fórceps intelectual tratar de ajustar la figura de Benedicto XVI con aquella del papa fuera de servicio del Zaratustra de Nietzsche, un papa que ya con Dios muerto no tendrá otra función en la tierra que recitar monólogos en latín, y dentro de este mismo fórceps quizá también pensar a Francisco como la personificación del mismísimo profeta Zaratustra que viene a anunciar la muerte del hombre tal como es conocido hasta el momento. También hay lecturas posibles más pedestres, preguntarnos si Francisco es o no peronista, si Benedicto tuvo algún vínculo con el nazismo, si el catolicismo está en sus postrimerías, etc. Pero estas lecturas quedan desmanteladas cuando se empieza a perfilar que la trama trata del encuentro no de dos papas sino de dos personas de carne y hueso, el encuentro de Joseph y Jorge, dos ancianos que cargan sabiduría y un inmenso poder político y religioso, pero también cargan profundas y muy humanas dudas existenciales. 

Bien. La película me dejó con un sabor pacificante que obturó toda lectura crítica posible. Pero inmediatamente me sobrevinieron preguntas…¿qué pasó?¿cuál es el mensaje?¿qué escenas me generaron una disrupción? Y mi pensamiento se ancló en el instante en que Benedicto accede a bailar un tango con Bergoglio. Un Benedicto que en un principio se mostró distante y renuente al mínimo contacto físico, un Benedicto que le escapó al abrazo fraterno, de pronto y hacia el final se siente complacido de bailar este tango, de seguir el paso que fraternal y amorosamente le instruye Bergoglio. Y no puede evitar asociar esta escena con las palabras pronunciadas por Zaratustra: “¡Nunca podría creer en un dios que no sepa bailar!”.

Ya desde este lugar mi voraz pensamiento me llevó a unir puntos con otros instantes. Así llegué al momento de la música Dancing Queen de ABBA que en la película enmarca el cónclave en el cual Ratzinger fue elegido papa. Y así llegué al instante en que el cardenal Bergoglio está lavándose las manos en el baño mientras silba, cuando entra el cardenal Ratzinger y le pregunta qué música está silbando. Bergoglio le responde que se trata de Dancing Queen del grupo ABBA. Si bien recuerdo esta exitosísima canción pop de mediados de los ´70, no recuerdo qué dice la letra. La vuelvo a escuchar y veo que la lírica insta a una chica a que salga a bailar un viernes a la noche, a que indague en su propia reina danzante y que pase el mejor momento de su vida buscando a su rey de entre los asistentes y bailando con él. 

Alejada de cualquier lectura sexuada asocio la figura del cardenal Bergoglio con la de la persona que tiene que cavar e indagar para encontrar a la reina danzante que hay dentro de sí. Digamos que hay una búsqueda y un camino de autoconocimiento, hay un puente humano a recorrer entre Bergoglio y Francisco. La reina danzante tiene que autodescubrirse. Es así que en esa fiesta que es el cónclave posterior a la muerte de Juan Pablo II se cruza con su posible rey, el cardenal Ratzinger. A lo largo de la película, Ratzinger ya como Benedicto, un hombre que declara que jamás comprendió la emoción, se irá dejando seducir por Bergoglio y también se irá autodescubriendo. Y Bergoglio, que declara comprender a Dios como el cambio permanente, pero que no actúa claramente esta posición, lentamente también irá cambiando. 

Y de esta manera, con idas y venidas, con discrepancias y encuentros, con confesiones intimistas profundas, con perdones cruzados, con renuncias internas, con arrogancias derribadas, lentamente se irá produciendo el encuentro, la comunión de dos personas vistas por los demás como infalibles, pero tan frágiles en su profundidad como cualquier ser humano. Y así se irá construyendo una historia pura de amor, una historia donde el otro ayuda a uno a autoconocerse y a superarse, una historia de sanación cruzada de los errores y de sutura de las heridas. Solo en tal maduración pueden reconocer que una vez encontrada la reina danzante, desde el baile se puede pasar el mejor momento de la vida y desde allí aportar lo mejor al otro, a la humanidad. 

Es durante este tango que ambos bailan que quizá sintamos lo mismo que Zaratustra: “¡Nunca podría creer en un dios que no sepa bailar!”.


Columnista