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Opinión

El efecto cárcel en la innovación

Por Diego Pasjalidis (*) 

Muchos concuerdan en que para estimular la creatividad se necesita contar con un clima estimulante, un entorno de colaboración y multidisciplinario, un buen liderazgo, distensión, un poco de diversión y por sobre todo un espacio en donde no se juzguen las ideas.

Pero la creatividad, esa cualidad humana que consiste en generar cantidad y diversidad de ideas, también es estimulada a partir de las situaciones más extremas, en donde incluso la necesidad y la urgencia permiten generar un entorno “ideal” para ella. 

Estar privado de la libertad en un espacio confinado y con un clima hostil, son los aspectos que observamos como aparentes limitantes pero, por el otro lado, los reos cuentan con tiempo ocioso y necesidad de hacer o lograr algo que los mantiene enfocados hora tras hora, día tras día en su objetivo. Y no solo se trata de la idea, sino sobre cómo luego materializar la misma, es decir, hacer que la misma sea viable con los recursos escasos que poseen. Y esto da lugar a la innovación, que consiste en llevar las ideas a la práctica.

Haciendo un repaso histórico, uno de los primeros casos que viene a mi mente es el del famoso convicto John Dillinger, quien en la década del 30 construyó un arma falsa a partir de un trozo de jabón tallado y pintado con la que tramó escapar. Aquí vemos la primer evidencia en la que alguien, a partir de algo que todos tenían a mano, usó sus dotes creativas y artísticas para la darle forma necesaria a un producto para cumplir una función. Notemos que su objetivo no era fabricar un arma sino escapar, para lo cual la idea de un arma falsa podría ser de utilidad.

Para esa misma época pero en la cárcel de Londres surge el juego bautizado luego como squash, un deporte en donde los reclusos buscaban entretenerse en un espacio acotado con unas raquetas precarias, haciendo rebotar la pelota contra una pared.

Incluso el cepillo de dientes moderno se le atribuye a William Addis, un recluso que utilizó un hueso de pollo de su cena al que le agregó cabellos de barba que le compraba a un carcelero, lo que le permitiría mantener su higiene dental. Imaginemos lo desesperado que este hombre estaba para crear un elemento en esas condiciones, y que (algo más refinado) nos acompaña hoy a todos en nuestros hogares.

Una de las pruebas literarias en donde la cárcel pone en evidencia su potencial creativo es con el Don Quijote, obra escrita por Cervantes cuando estaba recluido.

Sogas realizadas mediante sábanas atadas entre sí, armas “tumberas” fabricadas a partir de caños de las literas y resortes, máquinas tatuadoras que desafían a cualquier experto ingeniero o lenguajes en código de señas son algunas evidencias más sobre lo que el ser humano puede realizar en los entornos más extremos, sin necesidad de acceder a formación académica ni a estímulos guiados por gurúes de la innovación. 

Un producto accesible en gran parte del mundo es el calentador de agua por inmersión, que fuera inventado por un recluso alemán que – con cables y hojas de afeitar – buscaba un producto que le permitiera destilar el alcohol de frutas fermentadas dentro de la cárcel.

Imaginemos si, como sociedad, usáramos nuestro potencial creativo para la construcción en lugar de optar por la destrucción. ¿Acaso no es increíble el poder ilimitado que tenemos como seres humanos si usamos nuestra imaginación para desafías las limitaciones actuales? 

Si personas en entornos hostiles, muchos con escasa formación y otros motivados por la violencia o agresión pudieron crear sin recursos más que lo que estaba a su alcance ¿Cuánto podremos crear nosotros con nuestra libertad, formación y capacidad de acceder (o aliarnos para que así sea) a muchos recursos? 

Lo que necesitamos es potenciar nuestro deseo, enfocarnos en un objetivo, y experimentar con los recursos que tenemos o, sino, generar creatividad sobre la creatividad para implementar esa idea. Conceptualmente la falta de recursos nunca debe ser una excusa ya que ella le pone fin a nuestra capacidad creativa.

¿Es fácil?, probablemente no. ¿Es posible?, definitivamente sí. ¿Acaso nuestra peor cárcel no será nuestra comodidad?

(*) Director de Ingeniería Industrial en Fundación UADE (Universidad Argentina de la Empresa), autor del libro “Inspiración Extrema” (Ed. Conecta), asesor de innovación en INTI (Instituto Nacional de Tecnología Industrial)

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